Siempre resulta difícil tener una película con una protagonista misteriosa —una figura que no se percibe necesariamente como un ser humano tridimensional, si no más bien como alguien de la que conocemos poco, fuera de sus eventuales ambiciones profesionales. Pero ese es, precisamente, el punto de “Parthenope: los amores de Nápoles” (terrible el subtítulo que le han puesto acá), lo último de Paolo Sorrentino: presentarnos a la chica del título (interpretada por una impresionante Celeste Dalla Porta) como alguien que todo el mundo se muere por conocer, pero no de la manera que a ella le gustaría. Parthenope es un misterio para los demás, y “los demás” incluye al público.
Lo cual, como se deben imaginar, no resulta necesariamente en la experiencia más satisfactoria del mundo. Por momentos, “Parthenope: los amores de Nápoles” es demasiado críptica, como si Sorrentino se estuviese deleitando en hacernos pensar en lo que su protagonista podría querer o querer hacer. Además, el filme incluye varias secuencias que, fuera de esclarecer nuestras dudas, se sienten como momentos obtusos que, si no fuesen dirigidos por un cineasta de renombre e innegable visión, hasta se podrían sentir aleatorios. El resultado, pues, es una película que sin llegar a ser redonda, al menos se puede admirar por lo que intenta decirnos sobre la brevedad de la juventud y la manera en que la gente bella es percibida y tratada.

“Parthenope: los amores de Nápoles” comienza con un breve prólogo en el que somos testigos del nacimiento de una bebé en la costa de Nápoles. Dieciocho años después, a fines de la década del 60, dicha bebé se ha convertido en Parthenope (Dalla Porta), llamada así en honor al nombre original de la ciudad en la que nació. La chica es belleza pura, tanto así que comienza a darse cuenta de lo disruptiva que es, tanto para los locales y hasta amigos como Sandrino (Dario Aita), como para turistas como el escritor americano John Cheever (Gary Oldman).
No obstante, y por más de que los tráilers la quieran vender así, “Parthenope: los amores de Nápoles” no trata sobre una chica bella que intenta seducir hombres. De hecho, la cinta hasta incluye una suerte de triángulo amoroso pseudo-incestuoso (ugh) entre Parthenope, Sandrino y el hermano de la primera, Raimondo (Daniele Rienzo). Pero Sorrentino no está tan interesado en desarrollar dicha relación y sus problemáticas implicancias, si no más bien en explorar las consecuencias de su inevitable implosión. “Parthenope: los amores de Nápoles” no maneja una narrativa clásica, si no más bien se siente como una serie de eventos por los que su protagonista atraviesa, que son afectados y están relacionados al destino de su joven hermano.
Es a través de esos eventos, en todo caso, que la película comienza a transmitir de forma fascinante muchos de sus temas. Puede que Gary Oldman no tenga más que uno notable cameo, pero es su personaje el que logra desarrollar un tono innegable de melancolía, que seguramente viene de parte de un Paolo Sorrentino que, luego de haber regresado a Nápoles con “La mano de Dios”, ahora considera a dicha ciudad de forma más nostálgica y suave. Por ende, tenemos a un John Cheever hablando de sus arrepentimientos de la adolescencia, y negándose a estar con Parthenope no solo porque es un hombre gay, si no también porque se niega a “robarle siquiera un minuto de su juventud”.
Va comenzando a quedar claro, entonces, que “Parthenope: los amores de Nápoles” es una visión de la juventud desde los ojos de gente mayor; desde la perspectiva de un cineasta que siente añoranza por sus años mozos, pero que también se ha dado cuenta de todo lo traumático que puede haber sucedido en esas épocas. El que haya decidido presentarnos todo esto desde el punto de vista de una mujer tan hermosa no es casualidad. Parthenope, por más seductora que pueda lucir, termina siendo alguien a quien le cuesta mucho entablar relaciones significativas, frustrada por el hecho de que muchos quieran no necesariamente dejarla libre por lo bella que es, si no más bien enjaularla y limitarla, casi poseerla.
Por ende, ella no está interesada en el sexo —aquel acto le parece más un funeral que otra cosa. Y aunque se relaciona con ciertos personajes masculinos, ninguno se convierte en una figura particularmente importante a nivel sentimental (a excepción de su hermano, claro está). De hecho, resulta fascinante que, luego de considerar convertirse en actriz, Parthenope termine dedicándose al mundo académico, influenciada por su mentor, el profesor de antropología Devoto Marotta (Silvio Orlando). Es un mundo en el que no se ve juzgada por su belleza —de hecho, el profesor le promete que no la juzgará, pero que él tampoco deberá ser juzgado— y en donde lo que piensa verdaderamente importa.

Lo cual es interesante, porque justamente esa es una pregunta que muchos personajes le hacen a Parthenope durante la película: ¿y en qué estás pensando?. Pero no es que quieran saberlo; no realmente. Y en un inicio, a la misma chica le cuesta trabajo contestar dicha interrogante, precisamente porque se demora en encontrar su lugar en el mundo. ¿Debería aprovechar su belleza, o no? ¿Debería seducir hombres, o buscar a un marido, o criar a una familia? ¿Debería convertirse en actriz, o debería dedicarse a lo académico? Se espera mucho de alguien tan atractiva, que ha nacido con claras ventajas, pero es precisamente por eso que la chica se demora tanto en encontrar un norte.
Todo esto suena fascinante, pero lamentablemente no es del todo aprovechado por Sorrentino. Como se mencionó líneas arriba, “Parthenope: los amores de Nápoles” termina sintiéndose demasiado críptica, postulando todas estas preguntas, pero rehusándose a contestar algunas, y respondiendo otras de forma poco clara. Además, el filme cuenta con secuencias que quizás podrían funcionar a nivel simbólico, pero que en la práctica no hacen más que estirar un filme que ya de por sí comienza a cansar durante sus últimos treinta minutos de metraje. En ese sentido, destaca (negativamente) toda una sección protagonizada por Parthenope y un sacerdote, este último apareciendo en cierto momento usando una tanga roja (¡!) y comportándose como todo un seductor. Es una secuencia que utiliza bastantes imágenes de corte religioso, casi dando a entender que Parthenope es una suerte de milagro andante o Nueva Santa, pero honestamente, no creo que funcione muy bien.
Lo que sí funciona bien, en todo caso, es la actuación de la novel Celesta Dalla Porta. Fuera de su evidente belleza física —la cual únicamente menciono debido a la importancia que tiene para la narrativa—, la chica demuestra ser toda una fuerza de la naturaleza, capaz de atraer la atención de la cámara como muy pocas otras actrices. Por más de que su personaje termine siendo un misterio, Dalla Porta es capaz de decirnos mucho únicamente con expresiones faciales, otorgándole una dimensión adicional a momentos que, en el guion, quizás no eran del todo complejos. Lo que nos entrega, pues, es una actuación compleja, verosímil y muy humana, que termina por, bueno, humanizar a un personaje que muy fácilmente hubiese podido quedarse como un enigma, o peor aún, como una figura femenina ultra sexualizada.
No puedo decir, entonces, que “Parthenope: los amores de Nápoles” sea un éxito rotundo. Sí, Celeste Della Porta está simplemente magnífica como el personaje del título, y sí, la dirección de fotografía de Daria D’Antonio es alucinante, logrando que las locaciones reales se sientan como un personaje más, que complementa perfectamente a la mismísima Parthenope, quien es presentada como la encarnación de la ciudad de Nápoles. No obstante, siendo una película demasiado larga, cansadora, de ritmo errático y tono de ensueño, “Parthenope: los amores de Nápoles” se termina convirtiendo en una experiencia frustrante. No odié ver esta película, pero considerando el talento tanto detrás como delante de cámaras, ciertamente esperaba más de ella.
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