El año pasado, tuve el gran privilegio de ver “Memorias de un caracol” en formato screener, y tal como mencioné en mi crítica original, me conmovió tanto que la consideré como una de las mejores películas animadas que haya visto en un buen tiempo. De hecho, incluí el filme en mi lista de lo mejor del 2024 pensando, quizás de forma algo pesimista, que “Memorias de un caracol” no se llegaría a estrenar en cines peruanos. Después de todo, era una producción demasiado pequeña, demasiado madura y demasiado excéntrica como para que llegue a nuestras pantallas. Había tirado la toalla, pero a la vez, estaba agradecido por haberla llegado a ver en aquel momento.
No obstante, y como ha pasado con varias otras producciones, la nominación al Óscar benefició a “Memorias de un caracol” —hizo que sonara más y que fuese considerada por más distribuidoras, por lo que finalmente se está estrenando este 13 de marzo, cuatro meses después de que la vi en la pantalla de mi computadora. Y aunque ya había logrado disfrutar de la película, no podía perder la oportunidad de disfrutarla nuevamente, esta vez en una pantalla grande. Además, y para mi grata sorpresa, el avant premiere al que fui contó con una copia de la cinta en inglés subtitulado —no hace falta aclarar, entonces, que recomiendo al cien por ciento que esa sea la versión de la película que vayan a ver. No es una película infantil, por lo que no veo necesidad de que la vean doblada al español.

Pero bueno, me desvío un poco. El punto es que he podido ver “Memorias de un caracol” otra vez, y ahora en el cine… y ha sido increíble. Para sorpresa de nadie —y mucho menos la mía—, disfruté incluso más de la película en la pantalla grande, dándome cuenta de que, efectivamente, se trata de una experiencia sublime, que mucho nos dice sobre las limitantes que a veces nos imponemos a nosotros mismos en la vida, y sobre cómo debemos aprender a dejar ir. Por más de que sea animada —con stop-motion—, “Memorias de un caracol” no es una experiencia apta para niños pequeños, si no más bien para adultos que quieran ver algo distinto, con un sello extremadamente personal, y que mereció mucho aquella nominación al Premio de la Academia.
La mayor parte de la cinta cuenta con una narración en off por parte de su protagonista, Gracie Pudel (Sarah Snook, de Succession), una chica de vida complicada y personalidad apagada. Es a través de su narración, de hecho, que nos enteramos a través de flashbacks de todo lo que pasó en su vida: de cómo su madre murió al dar a luz a ella y a su hermano mellizo, Gilbert (Kodi Smit-McPhee). De cómo su padre murió cuando eran chicos; cómo ellos fueron separados al ser enviados a orfanatos en lados opuestos de Australia, y cómo ella terminó convirtiéndose en una acumuladora, coleccionando elementos relacionados a los caracoles, su animal favorito.
En pocas palabras: “Memorias de un caracol” trata sobre la vida de Gracie, y sobre cómo ella estuvo, metafóricamente, claro está, siempre encerrada en su propio caparazón, con miedo de ser rechazada y considerada como un fenómeno. Es una experiencia bastante deprimente, en la que vemos a Gracie pasar por diferentes situaciones trágicas, algunas relacionadas a la muerte, otras a la forma en que es tratada por los demás. Pero felizmente, la película logra manejar un buen balance entre lo triste y lo alegre, dejando en claro, también, que la vida de Gracie contó con momentos de esperanza, entre los que resalta su amistad con la octogenaria Pinky (Jacki Weaver), una mujer que tuvo una vida interesante y variada.
Es así que “Memorias de un caracol” se va llevando a cabo como la vida misma, incluyendo lo bueno, lo malo y hasta lo feo de las experiencias personales de Gracie. Evidentemente, se trata de una protagonista que no sabe cómo enfrentar los retos de la vida, por lo que mucho de lo que el filme nos presenta termina siendo bastante triste —y aunque es a través de ese tono que “Memorias de un caracol” logra calar con el espectador —y hacerlo llorar, por supuesto—, en general nunca llegar a sentirse como una experiencia manipuladora. La vida de Gracie es triste, sí, pero la cinta nunca parece estar interesada en exprimir la tragedia, más bien presentándola tal y como sucedería en el mundo real, para luego pasar a lo siguiente.
Ayuda, además, que Gracie sea caracterizada como una chica de buen corazón; tímida, de limitadas habilidades sociales, y mucha inocencia. De hecho, es su corazón bondadoso el que termina salvándola de cierta situación hacia el final de la historia, demostrando que nunca fue una mala persona, si no más bien alguien que se vio en duras circunstancias, con ciertas personas incluso aprovechándose de ella. Todo el punto de la película, de hecho, está en mostrar cómo Gracie logra crecer —principalmente gracias a la influencia de Pinky— para salir de su caparazón metafórico y dejar ir; para mirar hacia adelante y no hacia el pasado.

Porque si Gracie la pasa mal —muy aparte de que pase por momentos trágicos— es porque se autoimpone limitantes influenciadas por sus miedos. No sigue adelante porque se obsesiona con los objetos relacionados a los caracoles, y porque no se atreve a seguir sus sueños (quiere convertirse en cineasta de stop-motion, al igual que su padre francés). Y aunque en cierto momento llega a encontrar el amor, queda claro que se queda con —literalmente— la primera persona que le hace caso, quien termina siendo alguien muy distinto a quien a ella le hubiese gustado. Se podría asumir que Gracie es depresiva, y es a través de eso —y de la melancolía que por momentos la ahoga— que se estanca, incapaz de seguir adelante, siempre pensando en el pasado.
Ahora, lo bueno —y no es spoiler decirlo— es que “Memorias de un caracol” cuenta con un final feliz. No incluiré detalles, así que solo mencionaré que la lección final de la película termina siendo que sí es posible salir del caparazón —sí es posible salir de la estancada y dejar ir y mirar hacia el futuro, brillante y esperanzador. Y aunque encontrar el amor no es particularmente fácil, tampoco es absolutamente necesario enfrentar los problemas completamente solo. Por más de que “Memorias de un caracol” sea una experiencia dura a nivel emocional, me gusta que termine de manera esperanzadora, dejando en claro que, finalmente, Gracie tendrá una buena vida, luego de haber pasado por tanta situación triste.
Algo que disfruto, también, de “Memorias de un caracol” es la estética que el director Adam Elliot le ha otorgado. A diferencia de, por ejemplo, las películas de animación digital que solemos ver en los cines, o incluso de producciones de go-motion más grandes, “Memorias de un caracol” se siente como hecha a mano, hecha en casa, con movimientos más erráticos y menos complejos. No obstante, eso es lo que le otorga su encanto a la película, haciendo uso de diseños en realidad feos para desarrollar personajes con personalidades y excentricidades bien específicas. No solo tenemos a Gracie la fanática de los caracoles, si no también a Pinky la señora que se niega a envejecer; los padres putativos de Gracie que son swingers y van a cruceros nudistas; un Magistrado alcohólico con voz de Eric Bana; y hasta una terrible familia fanática de la religión y que vive en constante miedo del Diablo.
He escrito este texto sin haber vuelto a revisar mi crítica original, por lo que no sé si me estoy repitiendo. Necesitaba redactar esto apenas llegase a mi casa del cine, recordando lo mucho que el filme me hizo llorar, conmoviéndome con la historia de Gracie y sus desgracias (pero también los lindos momentos que comparte con, por ejemplo, su hermano o Pinky). Debería quedar claro, pero “Memorias de un caracol” me fascinó cuando la vi el año pasado, y me volvió a fascinar ahora que la vi en el cine. Se trata de una experiencia absolutamente emotiva, original y visualmente distinta, que logra trasmitir temas maduros a través de la comedia, la tragedia y claro, la melancolía. Es de lo mejor que se ha producido en el mundo de la animación en los últimos años, y una experiencia que deben ver en la pantalla grande. ¿Qué hacen leyendo esto? ¡Corran al cine y véanla antes de que la saquen!
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