Basada en una novela gráfica e inspirada en hechos reales, “La muerte de Stalin” es una excelente sátira que encuentra mucho humor en sucesos verdaderamente trágicos. Protagonizada por un grupo de hombres terribles y sedientos de poder, el filme se concentra en las consecuencias de, previsiblemente, la muerte de Josef Stalin en 1953 —el vacío de poder que su ausencia deja en el gobierno de la Unión Soviética, y la manera en que el Comité Central comienza a pelearse por control, tratando de mantener el orden en un país que, hasta ese momento, había sobrevivido bajo amenazas de arrestos y muerte.
Los protagonistas del filme son un grupo de hombres tanto ambiciosos como, al menos a veces, algo inútiles. Quienes se pelean por el control del gobierno son el primer secretario de la Unión Soviética, Nikita Khrushchev (Steve Buscemi), y el líder de la NKVD (la precursora de la KGB), Lavrenti Beria (Simon Russell Beale) —se dedican, a lo largo de la película, a ganarse el favor tanto de sus compañeros, como de la hija de Stalin, Svetlana (Andrea Riseborough) e incluso del ejército soviético, liderado por el Mariscal de Campo Zhukov (Jason Isaacs). En medio de este conflicto, se encuentran el sucesor de Stalin, Georgy Malenkov (Jeffrey Tambor), y Vyacheslav Molotov (Michael Palin), quienes también tratan de influenciar la manera en que el país se gobernará a futuro.
A pesar de que “La muerte de Stalin” nos muestra varios sucesos terribles, desde la captura de supuestos enemigos de estado, hasta la ejecución de gente inocente, el director Armando Iannucci (la hilarante y profana “In the Loop”) encuentra muchos momentos de humor, satirizando las personalidades y los objetivos de sus protagonistas, mostrándolos como verdaderos monstruos que, por momentos, se comportaban más como animales perdidos en el bosque, que como políticos hechos y derechos. Préstenle atención a las ingeniosas líneas de diálogo, y préstenle atención a las magníficas actuaciones, especialmente a Steve Buscemi como el manipulador Khrushchev; a Jason Isaacs como el exageradamente rudo Zhukov, y a Olga Kurylenko (“Quantum of Solace”) como una pianista anti-Stalin.
Sí, el conocer algo sobre la historia de la Unión Soviética ayuda a entender algunos de los pasajes más complejos y rápidos de la película, pero el sentido de humor de Ianucci es lo suficientemente universal, y las actuaciones suficientemente redondas, como para que hasta el menos versado en la vida de Stalin y su gobierno pueda disfrutar de la trama. “La muerte de Stalin” es la prueba máxima de que prácticamente cualquier tema puede ser objeto de burla —con tal de que la sátira se realice de manera astuta, considerando el contexto en el que se lleva a cabo la historia, y sin dejar de respetar a las víctimas de los actos de sus más terribles personajes. Es un balance delicado, pero que Ianucci, felizmente, logra obtener sin mayores problemas.
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