[Festival de Cine de Lima 2018] Yo no me llamo Rubén Blades – Panamá

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Rubén Blades es un ícono latinoamericano; de eso no hay duda. No solo es uno de los músicos de salsa más reconocibles de la historia, si no también un excelente escritor, y alguien que se ha metido —con cierto éxito— en la política panameña; después de todo, estudió leyes en Harvard, un dato que, hasta que vi “Yo no me llamo Rubén Blades”, desconocía. Todo esto y más es mostrado en el documental que inauguró el 22 Festival de Cine de Lima, y aunque claramente se trata de un encargo hecho por el mismo Blades para reforzar su legado —lo cual resulta en un producto incompleto y superficial—, uno no puede evitar divertirse con el filme. Después de todo, Blades tiene suficiente carisma, y ha vivido una vida suficientemente interesante, como para que el más lánguido documental sobre la misma destaque de varias maneras.

El mayor problema de “Yo no me llamo Rubén Blades” está en su enfoque. Considerando que dura poco menos de una hora y media, el documental se hubiese visto beneficiado por un enfoque más cerrado, concentrándose en una etapa en particular de la vida de Blades. ¿Qué tal un documental sobre sus inicios, cuando era joven y trabajaba en el área postal de la Fania? ¿O un documental sobre su primer álbum? De repente uno sobre su carrera política o, si se quiere ser controvertido, sobre su hijo ilegítimo, el cual es brevemente mencionado en “Yo no me llamo Rubén Blades”. Cualquiera de estas opciones hubiera resultado en un producto final más conciso e intrigante; desgraciadamente, “Yo no me llamo Rubén Blades” trata de hacer demasiado en muy poco tiempo.

Razón por la cual, hay que admitir, el documental se pasa “volando”, y lo deja a uno con ganas de más. La etapa de Blades en la Fania es explorada de manera brevísima, y aunque la menciona constantemente como una gran influencia en su carrera, hay muchos eventos que con las justas se mencionan en un par de líneas de diálogo. Se peleó con la Fania y los demandó, y sabemos esto porque lo dice en una escena, y nada más. Sabemos, también, que ahí trabajó con grandes leyendas de la salsa (¡Willie Colón! ¡Celia Cruz!), pero nuevamente, aparte de un par de fotos e imágenes de archivo, no llegamos a disfrutar de aquellas colaboraciones. Blades ha hecho tanto a lo largo de su vida, que tiene sentido que el director-guionista Abner Benaim tuviese que ignorar o tocar rápidamente algunos temas y acontecimientos, pero a la vez, hay algunos que merecían tener una aparición más extensa.

Consideren, si no, su carrera política, y el claro amor que le tiene Blades a su país. Vemos un poco las marchas en las que participó de joven, y nos habla sobre su actividad política, pero fuera de un par de videos de noticiero y entrevistas viejas, uno realmente no llega a indagar mucho en lo que lo llevó a participar de manera tan activa en la política panameña. De hecho, el tratamiento se asemeja al de la mayor parte de temas que son tocados en el documental: lo mencionan, entrevistan a un par de celebridades al respecto, muestran imágenes de archivo… y pasan a lo siguiente. No hay tiempo para absorber nada, para profundizar; ni siquiera para cuestionar demasiado.

Si no, consideren también la aparición de su hijo ilegítimo. Al ser el documental una producción del mismísimo Blades, se nota a leguas que han querido pintar una imagen pulcra de esta nueva relación, lo cual se siente increíblemente incómodo y hasta forzado. Las declaraciones de la esposa de Blades no terminan de convencer, y la escena en la que vemos al hijo y a la nieta en un ensayo de concierto no logra extraer del espectador ningún tipo de emoción genuina. Entiendo que Blades haya querido quedar bien en el documental, pero a la vez, hubiera ayudado mucho un poco de honestidad, especialmente cuando se trata de un tema tan delicado y controvertido. Lo único que se obtiene de este asunto es un momento en el que Blades admite que cometió un gran error (el único de su carrera, aparentemente) y nada más.

Puede que suene demasiado negativo, pero eso se debe no tanto a que “Yo no me llamo Rubén Blades” sea un filme terrible, si no más bien a que me frustra el tener a una figura tan importante, tan fascinante y tan potencialmente intrigante como Blades, y que sea utilizada para un documental tan plano. Porque en realidad es muy posible ser poco exigente y disfrutar de “Yo no me llamo Rubén Blades” por lo que es; a nivel técnico está impecable —las secciones filmadas en Nueva York lucen espectaculares, por ejemplo—, y aparecen varios invitados de gran nivel, desde Sting hasta Paul Simon, Gilberto Santa Rosa, y Residente de Calle 13. Los ingredientes estaban a la mano; lo que faltó fue usarlos para cocinar algo verdaderamente nutritivo.

“Yo no me llamo Rubén Blades” sirve como entretenimiento simple; se pasa rápido, está filmado con esmero, y suelta suficientes datos curiosos como para que uno se maraville de lo poco —o mucho— que sabe de esta figura tan importante en el mundo de la música latinoamericana. El mismísimo Blades, además, demuestra ser un protagonista carismático, por lo que tenerlo de anfitrión es muy divertido, contándonos sobre su historia, sobre su pasado, y al menos de cuando en cuando, sobre su futuro. Desgraciadamente, el documental se queda en lo meramente anecdótico, tanto así cuando terminó (repentinamente), lo primero que pensé fue: “¿eso es todo?” Por más que haya sido un encargo personal, y por muy bien que haya querido quedar con todo el mundo, pienso que alguien como Rubén Blades merecía mucho más.

 

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