La temática central de “El tiempo que tenemos” está totalmente relacionada a, bueno, el tiempo. No solo el tiempo que tenemos a la mano, si no también el tiempo que dejamos atrás, el tiempo que elegimos desperdiciar, pero también por supuesto, el tiempo que decidimos aprovechar. Y cómo no, el tiempo que decidimos pasar con nuestros seres queridos —tiempo que a veces tomamos por sentado, pero que deberíamos valorar porque es tiempo que nunca regresará. No es una película que intente ocultar o siquiera tocar estos temas de forma sutil, pero no tendría por qué serlo. Después de todo, “El tiempo que tenemos” es un drama romántico en cierto sentido bien a la antigua, emotivo y honesto.
No obstante, se puede argumentar que “El tiempo que tenemos” se ESFUERZA bastante en hacer llorar a su público, lo cual puede ser bueno para algunos, pero no del todo convincente para otros. Vuestro Servidor, alguien que generalmente no tiene problemas llorando con una película, no llegó a derramar muchas lágrimas, pero era parte de una minoría en la sala de cine en la que vi el filme —considerando la reacción emocional potente que “El tiempo que tenemos” quería generar en su público, se puede decir que el resultado final es todo un éxito. Se trata, pues, del tipo de película que seguramente apelará a los fanáticos y fanáticas del subgénero, tocándolos de alguna forma, y por supuesto, haciendo que moqueen como si no hubiese un mañana.
Ahora, lo mejor de la película —y LA razón por la que logra conectar con el espectador— está en las actuaciones de Florence Pugh y Andrew Garfield. La primera es, claramente, una de las mejores actrices de su generación, y el segundo hace rato que ha logrado superar al Hombre Araña, entregándonos interpretaciones altamente memorables. Acá, interpretan a Almut y Tobias, respectivamente, una pareja británica que es presentada en tres momentos bien específicos de sus vidas: cuando se conocen (luego de que ella lo atropella a él accidentalmente con su carro), cuando intentan tener un bebé juntos, y finalmente cuando a ella le diagnostican cáncer (nada de eso es un “spoiler”; todo se transmite desde el inicio, y está presente en los trailers).
El chiste de “El tiempo que tenemos”, entonces, es que nos muestra todo esto de forma entrelazada, con las tres líneas de tiempo ocurriendo en paralelo, mandando al espectador de momento en momento sin respetar, bueno, el TIEMPO en el que sucedieron. Evidentemente el director John Crowley y el guionista Nick Payne deben haber tomado esta decisión justamente por la temática que estaban tocando: la importancia de tiempo y la forma en que lo utilizamos. Pero a la vez, se puede argumentar que esta estructura evita que “El tiempo que tenemos” termine siendo tan emocionalmente efectiva como podría haber sido, negando la potencia de ciertas escenas por lo que sabemos que pasará en el futuro. Eso, al menos, es lo que me pasó a mi.
Lo cual, por supuesto, no quiere decir que “El tiempo que tenemos” sea una mala película ni mucho menos. Porque a pesar de no estar del todo de acuerdo con su estructura, no puedo negar que, en general, la cinta se siente como una experiencia honesta, que se esfuerza en desarrollar bien a sus personajes principales. No como caricaturas, ojo, ni como estereotipos muy propios del género, si no más bien como personas reales, a las que vemos en el contexto de su relación romántica, con altibajos y todo. “El tiempo que tenemos” no es un “slice of life”, necesariamente, pero sí una suerte de muestra de lo que puede hacer el poder del amor, y de cómo el conocer a alguien puede cambiar el rumbo de nuestras vidas, e incluso la forma en que percibimos ciertas decisiones y por qué las tomamos.
Almut, por ejemplo, es desarrollada como una mujer altamente competitiva —una ex patinadora sobre hielo que ahora es dueña —y chef— de un restaurante con una Estrella Michelín. Por ende, es el tipo de persona que jamás se dejaría vencer por el cáncer, y que más bien quiere aprovechar el poco tiempo que —asume— le queda para hacer todo lo que quiere hacer. Es una persona compleja, pues, que ciertamente AMA a su familia, pero que también ama lo que hace. Y Tobias, por otro lado, es alguien más gentil —un hombre que no siente mucha pasión por su trabajo, pero sí por su pareja y eventualmente su hija, alguien algo tímido y a veces inseguro, pero en general de sentimientos bondadosos.
Lógicamente, tanto Pugh como Garfield interpretan dichos roles de forma prácticamente perfecta. La primera convierte a Almut en alguien real, de pasiones intensas y carácter fuerte, pero a la vez, capaz de amar muchísimo y ayudar a los demás. Y el segundo le inyecta suficiente ansiedad social a Tobias como para convertirlo en alguien francamente adorable, pero felizmente nunca desesperante. Del reparto secundario, solo resaltan Douglas Hodge como Reginald, el papá de Tobias (igual de gentil y romántico que él), y Lee Braithwaite como Jade, la ayudante de cocina de Almut. Pero como se deben imaginar, la película le pertenece a Pugh y Garfield, quienes manejan una química envidiable, tanto en los momentos de felicidad pura, como en los de pasión sexual y por supuesto, los más emocionalmente difíciles.
El estilo de dirección de John Crowley es íntimo, inmediato. Haciendo uso de cámaras en mano y planos cercanos, se enfoca bastante en el rostro de sus actores; en sus reacciones y expresiones e interacciones cercanas. Esto ayuda, además, a que resulte más sencillo identificar exactamente en qué momento de sus vidas nos encontramos, ya sea cuando recién se están conociendo, o cuando están tratando de concebir, o cuando ya tienen una hija llamada Ella (Grace Delaney) y Almut ha sido diagnostica con cáncer. Por momentos, el ritmo del filme puede ser algo pausado, pero eso precisamente ayuda a que uno se pueda ubicar mejor en el tiempo, y más importante, a que ciertos momentos de intensidad dramática se asienten y puedan ser mejor considerados por el espectador.
Puede que terminen llorando como bebés al ver “El tiempo que tenemos” —a mi no me sucedió, pero nuevamente, soy de los pocos que no terminó moqueando en mi sala de cine. Independientemente de eso, felizmente, la película funciona. Funciona gracias a las excelentes actuaciones centrales, al estilo visual de Crowley y su director de fotografía, Stuart Bentley, y a la honestidad de la narrativa, por más de que haya sido presentada con una estructura que no siempre ayuda a que uno pueda conectar bien con los acontecimientos en pantalla. En todo caso, lo importante es que “El tiempo que tenemos” nos entrega una experiencia convincente, apropiadamente sentimental, y suficientemente interesante a nivel temático. Es decir, hace todo lo que debe hacer, y debería satisfacer a aquellos que estén extrañando este tipo de películas en las salas de cine.
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