El abuso sistemático que las mujeres sufren por parte de los hombres. Lo fantástico mezclado con lo horripilantemente real. Y la cosmovisión de un pueblo de lo que asumimos es el sur del Perú. “Yana-Wara”, de Óscar y Tito Catacora, no tiene medio de contar su historia de la forma más explícita posible, tocando los temas anteriormente mencionados de manera atemporal, como diciéndonos: “estas cosas siempre pasaron, y lamentablemente, siguen pasando”. Presentándonos personajes de palpable credibilidad y desarrollando un estilo visual francamente hermoso —que con frecuencia contrasta con los terribles eventos que el filme nos narra—, “Yana-Wara” se convierte rápidamente en una de las mejores películas peruanas que vayan a poder ver este año.
“Yana-Wara” nos cuenta la historia del personaje del título (Luz Diana Mamani), una niña de trece años que vive en el campo con su abuelo, Don Evaristo (Cecilio Quispe). Esto se debe a que la madre de la primera falleció poco tiempo antes, dejándola bajo la responsabilidad de un señor mayor, y sin poder hablar. Lamentablemente, la película comienza con la muerte de la chica, y es a través de un gran flashback, que Evaristo le va contando al concejo del pueblo (y a su presidente), la historia de por qué decidió matar a su nieta.
Dicha historia, pues, involucra a un profesor de lengua que abusa sexualmente de la niña; a maestro curanderos, a líderes comunales que supuestamente intentan impartir justicia entre su gente, y una inesperada mezcla entre las leyendas y creencias de estas personas, y lo que viven en su día a día. Como se deben imaginar, y debido a los temas que toca, “Yana-Wara” no es una película fácil de digerir —nos pide no solo empatizar con estos personajes, si no también ser testigos de las situaciones por las que pasan desde una perspectiva muy específica, conscientes de que no todo lo que se ve en pantalla es necesariamente “real”.
Después de todo, estamos viendo todo desde el punto de vista de Don Evaristo, un señor de buenas intenciones —aparentemente el único en su pueblo— que hace de todo por ayudar a su nieta, quien según varios maestros ha sido poseída por el diablo, carga con una maldición, o simplemente debe ser “limpiada”. La decisión consciente de presentar todo en forma de flashback —sabiendo que Yana-Wara debe morir sí o sí— está ligada a la sociedad tan machista a la que pertenecen estos personajes. Los hombres más poderosos del pueblo toman todas las decisiones posibles sobre Yana-Wara (sobre su cuerpo, su salud, su destino) sin consultarle nada, y por ende, el filme nos presenta la historia no desde la perspectiva de ella, si no la de su abuelo.
Lo que tenemos acá, pues, es una chica que siempre estuvo destinada a morir. No es considerada como un ser humano valioso —de hecho, luego de que es abusada por el ya mencionado profesor, le dicen que al perder la virginidad, “ha perdido todo valor”—, si no más bien como un ente que es movilizado, manipulado y juzgado. Resulta satisfactorio, entonces, cuando decide impartir justicia con sus propias manos; un breve momento de luz, de esperanza, que desgraciadamente es opacado por más situaciones trágicas y violentas. Incluso cuando lo intenta; cuando Yana-Wara trata de actuar por su cuenta, es invalidada, viéndose obligada a moverse junto a su abuelo para encontrar una “cura” para sus problemas.
Todo esto es presentado como un drama de ritmo pausado, que no se apura incluso durante las secuencias de mayor tensión. Pero también, por momentos, casi como una película de terror. Consideren, si no, una escena en una cueva, donde un maestro intenta “sacar” al diablo del cuerpo de Yana-Wara, entregándole una ofrenda (un corazón de animal), pero también azotando a la chica y atacándola como parte de un supuesto exorcismo. La utilización de luces parpadeantes, sombras profundas, y hasta rostros misteriosos en medio de la oscuridad (que me recordaron, lo crean o no, al Pazuzu de “El exorcista”), ayudan a que la escena mezcle lo misterioso con lo fantasioso y por supuesto, el drama muy real que están viviendo abuelo y nieta.
Ese es solo un ejemplo, pero la película en general ha sido fotografiada de forma impresionante. Haciendo uso del formato 4:3 (cuadrado) y una imagen en blanco y negro, “Yana-Wara” se siente como una historia atemporal. Es un filme que podría llevarse a cabo en cualquier época (una que otra pista, especialmente en la dirección de arte, da a entender que estamos a fines del siglo veinte o en el siglo veintiuno, pero no hay nada explícito), dando a entender que los prejuicios y situaciones horripilantes que nos presenta podrían ocurrir en cualquier época, pero siempre en el contexto de este pueblo aislado. Cada plano ha sido pensado y realizado con mucho cuidado, muchos de ellos luciendo como pinturas en movimiento, aprovechando la profundidad de campo para mostrarnos a los personajes siempre como parte del campo; como parte de un ambiente ineludible, a veces abrumador.
“Yana-Wara” es una historia desgarradora sobre una chica que nunca tuvo una verdadera oportunidad para crecer, para ser considerada como un ser humano. Y también es la historia de una sociedad dominada por hombres sexistas, donde de vez en cuando se puede encontrar un rayo de luz que pueda impartir justicia de verdad, aunque sea brevemente. Es una película impecablemente dirigida, protagonizada por actores que se transforman completamente en sus personajes (lógicamente, destacan Mamani y Quispe), y que dejará a sus espectadores emocionalmente impactados. La pérdida de Óscar Catacora es una verdadera tragedia; no solo a nivel humano, lógicamente, si no también por el gran talento que perdió el cine peruano. Pero agradezco que su hermano Tito haya logrado terminar “Yana-Wara”; esta es una historia que tenía que contarse, y que me da gusto esté teniendo éxito en nuestros cines.
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